Érase un árbol copudo, denso, fuerte; sobre todo fuerte frente a la lluvia y los vientos huracanados que desmelenaban salvajes su frondosa cabellera verde.
Pero el árbol tenía una debilidad: un niño, a quien amaba más allá de sí mismo. Lo amaba
desde que la madre del recién nacido venía, casi todos los días, con el bebé en brazos, lo
mecía y lo dormía contándole nanas entrañables, apoyada en su tronco rugoso, sentada
sobre sus raíces vegetales. El corazón del árbol creció, casi sin sentirlo, al aire de aquellas delicadas nanas, haciéndose a la medida del corazón inmenso de aquella mujer.
Un día, la madre murió; el niño tenía cuatro años. Y fue precisamente entonces cuando el
corazón de madera del árbol sintió que le maduraban por dentro las entrañas de la madre muerta.
Amar es tener algo hermoso y querer compartirlo.
Tomó cariño al niño, tanto que cuando le veía venir, agotaba jubiloso sus ramas y le gritaba:
- Ven, ¿quieres jugar? Vas a ser el rey de la selva. Toma mis flores y mis hojas, trenza una
corona, colócala en tu cabeza.
Y el niño pasea por los senderos del bosque.
¡Y el árbol fue feliz con la ofrenda de su fronda!
Nadie puede detener la vida. El niño creció, otras instancias llenaron su corazón. Ya no
quería jugar a ser el rey de la selva; su corazón quería cosas, cosas, cosas... pero no las tenía, y su rostro languidecía de tristeza.
- ¿Por qué estás triste? - le preguntó el árbol.
- Porque necesito cosas y no tengo dinero para comprarlas.
- No sufras por eso. Ven: súbete en mis brazos, están cargados de manzanas, toma las que quieras, llévalas al mercado, véndelas y tendrás el dinero que necesitas.
¡Y el árbol fue feliz con la ofrenda de sus frutos en sazón!
Pasó el tiempo, tiempo de soledad para el árbol; pero una mañana su corazón volvió a estremecerse de alegría. El niño de otros tiempos, hombre ahora, volvió junto a él, eso sí, serio, pensativo:
- ¿Qué te pasa? - le preguntó el árbol -. ¿Por qué estás triste?
- Porque quiero hacerme una casa y no tengo madera.
- No sufras por eso: toma tu hacha y corta mis ramas más robustas, hazte una casa y sé feliz.
El niño de otros tiempos, hombre ahora, tomó el hacha y fue segando los brazos henchidos de savia del árbol. Y se hizo una casa al borde del bosque.
¡Y el árbol fue feliz con la ofrenda de su madera!
Pero el corazón del hombre no se llena con cosas. Hastiado de vivir en su casita de madera
al borde del bosque, el niño de otros tiempos, hombre maduro ahora, volvió a internarse en la maraña de la selva. Cuando el árbol lo divisó a lo lejos, se estremeció de gozo y le preguntó:
- Te veo de nuevo triste, ¿qué te pasa, no te ha llegado la madera?
- Sí, pero estoy aburrido de ver siempre el mismo paisaje, de oír siempre el eco de mis pasos resonando sobre la madera. Me han dicho que lejos, muy lejos, hay mares bellísimos, paisajes de ensueño, gentes extrañas, y quiero conocerlas... pero no tengo barca.
- No sufras por eso. Empuña de nuevo el hacha, tala mi tronco a raíz del suelo y hazte una barca.
Luego, con las pocas ramas que me quedan, haz unos remos y vete a navegar: conocerás
esos mares bellísimos, paisajes de ensueño y gentes extrañas.
¡Y el árbol fue feliz con la ofrenda de su tronco!
Pasó mucho tiempo, tanto que el viejo árbol generoso apenas respiraba ya por algunos
retoños verdes. Hasta que un día, empinándose sobre la hierba, vio que llegaba su antiguo amigo.
Casi no le reconoció: volvía encanecido, vacilante el paso, envejecido.
- Ven, viejo amigo - invitó el árbol -. Y ahora, ¿qué necesitas?
- Nada, no necesito nada. Estoy cansado de tanto viajar. Ahora no busco más que un lugar
tranquilo donde sentarme, volver la vista atrás y reposar.
- Acércate a mí, - replicó el viejo árbol agotado -.
Ven, siéntate en el tronco que cortaste a ras de tierra: es lo único que puedo ofrecerte... Descansa.
Y el niño de otros tiempos, anciano ahora, se sentó y descansó.
¡Las raíces del árbol morían alegres con la última ofrenda de su viejo muñón!
LÓPEZ ARRÓNIZ, Prudencio.
Carmen Gómez Jácome
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